Anoche anduvo por los rincones del Teatro Solís el ángel de Eduardo
Darnauschans.
Invocado por un puñado de amigos él estuvo como siempre, con
su poesía, a veces nombrando a la muerte redundante, siempre encantador.
El Darno no para de sorprender, ni de emocionar, ni de nada. Porque
él no paró de construir una obra mágica, fantástica desde donde se la escuche,
vea, analice o se respire. Exquisito en su forma de hacer soñar más allá del acá.
Sus amigos músicos, poetas, artistas varios, invocados por
un tal Ángel Atienza, coincidente nombre, gran cantante, músico de
sangre y alma, inmenso promotor de la cultura nacional a través de su trabajo, bicho
raro este laburante de la cultura nacional, cruza de perro montevideano y
andaluz extrañísima (no conozco algo parecido) todos ellos coincidieron en la presentación
del libro "Entre el cuervo y el ángel" de Marcelo Rodríguez,
que repasa mucho más que la obra del Darno, es un testimonio de vida,
contada por el propio Darnauschans, a través del trabajo
del autor.
Eduardo Rivero, muy emocionado, recordó sus noches con el Darno
al que definió con muy buena puntería como “el mejor baladista uruguayo de todos los
tiempos”. Lamento decirle a Rivero que desde anoche, esa frase
será descaradamente utilizada por quien escribe para nombrar a ese poeta y músico
increíble. Cada vez que me acuerde, le otorgaré el copyright pero seguramente
algunas veces lo omitiré sin querer.
El gran poeta Washington Bocha Benavídez, no se
hizo cargo de ser el culpable de la avidez poética del Darno, desde que era su
alumno en Tacuarembó y optó por recordar las atajadas del desgarbado flaco en
el arco del cuadro en el que lo habían mandado a atajar penales, sin
preguntarle a él tampoco nada. Cuando el bocha habló del Darno trovador juglar del
medioevo, con su increíble talento de poeta mayor, dijo “solo le faltaban las
calzas”. Lo recordó con mucha emoción, con mucho amor.
También hubo una presencia fugaz en el Solís anoche de esa
gran artista Silvia Meyer que –vaya a saber en qué viaje andaba- no aterrizó
entre el resto de quienes estábamos ahí. Se sentó al piano, tiró su campera en
el piso, no habló ni un “buenas noches” y con su mochila puesta –no la de vida,
sino literalmente con una mochila espantosa que vaya a saber qué cosas tan
importantes contenía que no ameritó siquiera que la tirara al piso al lado de
su campera- y cantó. Cantó divino. Con su dulzura de siempre, con su
sentimiento, con esa voz cristalina, puntualmente afinada y acarició el piano
para traer los acordes y las melodías del Darno. Ella estuvo fantástica en ese
instante donde uno pudo cerrar los ojos y sentir que el ángel del Darno
estaba ahí.
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